miércoles, 23 de octubre de 2013

Recomiendo su lectura:

Reacomodos religiosos (neo) indígenas en el tercer milenio.

Carine Chavarochette y Magali Demanget
Durante mucho tiempo se pensó que la globalización tendría como consecuencia un debilitamiento de las prácticas religiosas. Sin embargo, contrario a tal suposición, en los últimos años se ha observado la aparición de nuevos fenómenos religiosos en América Latina. Lo religioso no desaparece sino que se adapta, sufre una metamorfosis. Mientras que los espacios cada vez se acercan más y los contactos se intensifican, los “préstamos” de nuevas referencias religiosas atraviesan las fronteras. Uno de los dominios clásicos de la etnografía de las tierras indígenas ha cambiado hoy en día: el trabajo de los etnólogos ya no sólo consiste en el apasionante  estudio de las cosmovisiones indígenas y de los ajustes de un catolicismo sujeto a variabilidad. Además de los trabajos sobre las rupturas con las antiguas referencias religiosas en territorios indígenas, se encuentran los que tratan de los “neo-indios”: mestizos de las ciudades que visten la identidad del otro.
Este proyecto de publicación tiene como objetivo, mostrar los procesos de creación y de adaptación de las prácticas religiosas en una época de cambios acelerados. Se tratará de identificar no sólo las rupturas, sino también las relaciones de continuidad con las herencias indígenas de las nuevas formas del hecho religioso. Al reunir artículos de etnólogos y de sociólogos, este número de Trace se concibe a partir de los contrastes y de las paradojas de los cambios religiosos observados en tensión entre los territorios indígenas y las zonas urbanas. La reflexión que surgió durante la elaboración de este número, nos ha llevado a no interesarnos tan sólo en las comunidades indígenas, sino también a analizar otros espacios, con el fin de medir la basta circulación de símbolos, préstamos y de fenómenos de yuxtaposición. Nos enfocaremos, entonces, a la expansión del protestantismo en las comunidades indígenas de Chiapas (Jean-Pierre Bastian); a la mutación de una divinidad múltiple en Guatemala (Sylvie Pédron-Colombani); a los préstamos mutuos entre poblaciones indígenas y mestizas de la frontera norte de México (Miguel Olmos Aguilera), así como a las organizaciones neo-indígenas de México (Renée de la Torre) y a la invención de un ser indígena, producto de la fantasía de las élites de Colombia (Jean-Paul Sarrazin).
La temática presentada aquí, nació de un primer cuestionamiento sobre los cambios de las prácticas religiosas en territorios indígenas. En ellos se observan profundas transformaciones del espacio religioso, debido a cambios políticos, económicos y culturales, así como a la intensificación de los procesos migratorios que buscan salir de los territorios étnicos. La adaptación o la desaparición de los sistemas de cargo, la expansión de grupos protestantes, la adaptación de la Iglesia con el objetivo de contrarrestar estas nuevas influencias, el importante alcance de los extensos movimientos neoindianistas, el turismo étnico y espiritual, todo ello ha tenido un impacto profundo en las prácticas religiosas de las sociedades indígenas. Estos cambios, los cuáles pueden afectar al conjunto de la comunidad o sólo a algunos de sus miembros, sean colectivos o individuales, recrean una noción de pertenencia, al adoptar una posición dentro de una colectividad y al darle un sentido a la realidad en estos tiempos de incertidumbre. Es así como se puede observar la invención de devociones inéditas, que se manifiestan a través de la reconstrucción de rituales, de la apropiación local de santos recientemente importados o del surgimiento de nuevas peregrinaciones. Las prácticas religiosas, si bien en ocasiones alejadas de la costumbre, muestran hasta qué punto estos cambios afectan las mentalidades. Así, por ejemplo, los grupos protestantes que han florecido en los territorios indígenas parecen estar bastante apartados de las prácticas religiosas nativas forjadas en el trayecto de una vasta tradición. Pero detrás de las apariencias, ¿acaso es tan radical la ruptura con el pasado? Por otro lado, la invención de un “ser indígena” y la movilización de las concepciones neoindianistas con fines diversos (por inscripción a una identidad, por competencias políticas locales o por visibilidad étnica) conduce a postular una continuidad irreducible con un pasado prehispánico como supuesto histórico. Su reinterpretación en el campo religioso (ya sea por los catequistas, los “chamanes” locales o para su uso individual) inspira las construcciones rituales y el reacomodo de los panteones locales.
Si sólo estudiáramos las apariencias –que por otra parte son falaces–, estaríamos incitadas a leer en estas construcciones una continuidad a menudo elaborada en los medios urbanos. Por el contrario, las comunidades indígenas de Chiapas y de Guatemala convertidas masivamente al protestantismo tienden a manifestar una ruptura con los antiguos modos de organización costumbristas y con las concepciones unificadas de una “cosmovisión”. Ahora bien: así como lo analizan los autores de esta compilación, en los territorios indígenas, si bien el cambio no aparece en relación de continuidad con las costumbres, sí se concibe en coherencia con ellas. Tanto para las poblaciones indígenas de la frontera norte de México estudiadas por Miguel Olmos Aguilera, como para las de Chiapas y de Guatemala estudiadas respectivamente por Jean-Pierre Bastian y Sylvie Pédron-Colombani, la conversión a las “otras religiones” –entiéndase las religiones no-católicas–, no implica por ello renunciar totalmente a las antiguas referencias religiosas.
Las prácticas y las concepciones abordadas aquí, entre las zonas comunitarias y los sectores urbanos, entre adaptación y creación, podrían aproximarse según la distinción operada por Éric Hobsbawm y Terence Ranger (2006) entre tradición inventada y costumbre. Por una parte, en los territorios indígenas, las discontinuidades con el pasado costumbrista no son siempre tan radicales como parecen: ya sea que se trate de la conversión a la otra religión, de la mutación de una divinidad sincrética en Guatemala o de la reapropiación indígena de creencias New Age y neo-indianistas, estos cambios parecen guardar en cierta medida un vínculo sustancial con el pasado. La costumbre, como lo subraya Hobsbawm (ibid.: 12), no excluye ni la innovación ni el cambio, pero bajo la condición de que el cambio sea compatible con lo que le precede. Por otra parte, en los medios urbanos, la construcción de una comunidad imaginada por medio de la fabricación de la Historia (entendida como referencia al pasado prehispánico), se inscribe dentro de una lógica de invención de la tradición, donde la continuidad con el pasado es ampliamente ficticia.1 Cabe mencionar que las comunidades indígenas no desconocen el proceso de invención de sus tradiciones, más aún en el clima de las reivindicaciones políticas y culturales de las últimas décadas. Sabemos también, que los antropólogos ya no son los únicos exégetas de los indígenas: éstos se reivindican como tal dentro del diálogo político con los aparatos oficiales y se encargan de alimentar el contenido de las clasificaciones étnicas heredadas de la Colonia española. La cuestión de lo religioso –y con ella la de las invenciones neo-indianistas– se encuentra entonces movilizada para las (re)construcciones de pertenencias, conduciendo a una circulación de las invenciones entre actores sociales alejados.
¿De qué manera podría calificarse lo que concierne específicamente a las religiones indígenas? Esta pregunta toma mayor relevancia cuando el cambio religioso en los territorios indígenas participa de lógicas que se pueden observar desde otras escalas. Entre otras, tomemos en consideración la dimensión espectacular de los rituales, su propulsión en la escena mediática y política y su presencia acrecentada en un espacio público que rebasa las solas fronteras comunitarias. A ello se une otra mutación importante en el espacio latinoamericano: la fragmentación de la matriz cultural del catolicismo. Antes, la religión oficial, aunque sometida a importante variaciones, constituyó sin embargo una trama cultural común a toda América Latina. Numerosos trabajos atestiguan en un contexto de internacionalización y de concurrencia, que el cambio religioso se caracteriza por una evasión, que podría llamarse un rechazo por parte de un amplio grupo de poblaciones que han escogido adoptar nuevas referencias religiosas.2 Los artículos de Sylvie Pédron-Colombani, de Jean-Pierre Bastian y de Miguel Olmos Aguilera nos muestran que el espacio religioso, tanto de las comunidades indígenas como de la sociedad nacional, está atravesando por una pluralidad de prácticas y concepciones. Por lo tanto es importante interrogarse su originalidad. Aunque los estudios de las poblaciones indígenas de la frontera norte de México, de Guatemala y de Chiapas y los fenómenos de pluralización y de yuxtaposición religiosa sean diferentes son coherentes, no sólo con configuraciones políticas y sociales actuales, sino también con el peso de la herencia. Estamos lejos de un “religioso difuso” y de una individualización radical del creer.
Los artículos reunidos aquí se han dispuesto entre los dos polos del cambio religioso. Primero, partimos del análisis desarrollado en contextos comunitarios donde los cuadros costumbristas se transforman, en Chiapas y en Guatemala, luego en la frontera norte de México, para después juntar las invenciones de nuevas espiritualidades en los sectores urbanos de México y de Bogotá. La oposición entre marco costumbrista e invención, entre sociedades holistas e individualistas, queda por supuesto por matizarse: podemos recordar a propósito de qué manera la modernidad, en América Latina, aparece ante todo como una paradoja.3
Empecemos nuestro recorrido con el sur de México, en el estado de Chiapas: Jean-Pierre Bastian analiza los conflictos intraétnicos y la fragmentación de la referencia al “catolicismo de costumbre”. Es en este estado, uno con los de mayor población indígena de México, donde el cambio religioso aparece paradójicamente como algo drástico, en particular con el incremento de una multitud de movimientos protestantes que han florecidos desde los años 1940. La recrudescencia de las conversiones desde una cuarentena de años –en particular al pentecostalismo– es ante todo reveladora de las rupturas socioeconómicas y de los conflictos agrarios que atraviesan las comunidades indígenas. Las conversiones masivas a las “sectas” –asociaciones religiosas al margen de la iglesia– se intensifican a partir de los años 1970-1980, con el crecimiento demográfico, las mutaciones de la economía agrícola y la intensificación de las luchas por las tierras. El sistema de cargo, analizado en el pasado como un mecanismo integrador y regulador de las desigualdades socioeconómicas, se convirtió en un instrumento de control y de promoción económica de caciques locales enriquecidos. En un contexto de aumento de las diferencias de riquezas, las sectas ofrecen “una respuesta simbólica a la crisis estructural de las economías indígenas”, de la misma forma que permiten evitar el sistema de explotación ligado a las fiestas político-religiosas del sistema de cargos. La autonomía simbólica a través de las conversiones al protestantismo se vuelve una alternativa política, a tal punto que en numerosos municipios la diferenciación política corresponde a la diferenciación religiosa. No se trata de confundir el impacto de estos movimientos sectarios, tal como lo han dejado pensar numerosos trabajos, con la alineación de la costumbre y de las identidades indígenas. Como lo subraya el autor, las sectas protestantes, así como el catolicismo de costumbre, tienen en común ser “expresiones religiosas elaboradas por los propios indígenas bajo la conducción de líderes indios. La adhesión a las otras religiones no rompe el vínculo social y étnico sino que conduce a reconstruirlo, evitando las manipulaciones simbólicas y las coerciciones ligadas a las celebraciones rituales costumbristas. Lejos de una secularización, las sectas se muestran “portadoras de una modernidad relativa, sin dejar de seguir ancladas en el imaginario ancestral indígena”.
Seguimos nuestro recorrido hasta Guatemala con el análisis de Sylvie Pédron-Colombani, quien nos habla acerca de las metamorfosis de la divinidad de Maximón, en la región de Santiago Atitlán. Aquí también, el divorcio radical con las herencias religiosas merece aproximarse con prudencia. El protestantismo –y en particular el pentecotalismo– se presenta todavía como “un generador de modernidad, pero al mismo tiempo se enraiza en las tradiciones religiosas locales”. Al mismo tiempo, la autora insiste en la plasticidad de la divinidad de Maximón, divinidad con facetas múltiples, santo y demonio a la vez, que puede tomar la identidad de Mam, divinidad maya, lo mismo que la de héroes históricos nacionales. La expansión del culto de Maximón, y los fenómenos de yuxtaposición y de hibridación que le son asociados, parecen acompañar la expansión de los grupos protestantes, en su mayoría pentecostalistas. Pero para estos últimos, el santo Maximón, el cual se presenta abiertamente como el diablo, está asimilado a lo que rechazan: el mal, y también ciertas costumbres indígenas. Localmente, en Santiago Atitlán, bajo la prohibición de participar en su celebración, el culto a Maximón sobrevive sobre todo gracias al turismo y a su gran plasticidad. El santo se adaptó “al contexto de internacionalización y de competencia del universo religioso, integrando una dimensión de espectáculo turístico y una lógica mercantil para atraer a nuevas fuentes de dinero pero también para obtener otro tipo de legitimidad”. Finalmente, es fuera de la comunidad que se juega la expansión del culto, con la adopción de este santo por diversos pueblos de Guatemala y por sectores variados de población (comerciantes, prostitutas). Aunque sea movilizado como símbolo tradicional auténticamente maya, el culto de Maximón es en realidad “el lugar de numerosas adaptaciones y arreglos sincréticos”. El proceso de mestizaje del cual es objeto incorporó diversos tipos de materiales religiosos disponibles en el mercado.
La adaptación de este culto constituye una vía alterna al protestantismo que permite también definirse y ajustarse al mundo moderno. En Santiago, la elección de la vía protestante no siempre implica un total rechazo de Maximón, al cual ciertos devotos que se han convertido le siguen llevando ofrendas. Así, el autor concluye que “la globalización y la pluralización religiosa –con la llegada masiva de grupos exteriores como los Pentecostés– no han matado las tradiciones locales”. Dichas tradiciones, empleadas en situaciones nuevas, dotadas de nuevas funcionalidades, se transforman y se adaptan al mundo moderno.
El diálogo que se da entre diversas poblaciones (indígenas, mestizas, internacionales) alrededor de la figura de Maximón constituye un ejemplo de los desplazamientos y de los intercambios de símbolos religiosos que circulan en un contexto internacional sensible a la etnodiversidad. Miguel Olmos Aguilera, en la frontera norte de México, también nos muestra las dinámicas de intercambios entre poblaciones indígenas (yaqui, yoremes, pápagos o los múltiples grupos yumanos) y mestizos. De los dos lados de la frontera, subraya el autor, los arreglos religiosos se articulan con la conveniencia étnica, con las modas, o con las hegemonías étnicas regionales y nacionales. Al mismo tiempo, esta zona fronteriza constituye un rico terreno de adaptación y de invención de identidades. Las dinámicas de prestados conducen el autor a analizar la “cultura de frontera”, que “ha florecido en medio de la represión política e ideológica”, y donde se juega la confrontación “en términos reales e imaginarios a la alteridad geográfica y cultural del vecino país del norte”.
Con el aumento de las migraciones en Estados Unidos, estos préstamos no son unilaterales. Miguel Olmos Aguilera muestra que los intercambios entre mestizos e indígenas están hechos de apropiaciones múltiples. Así, los mexicanos, cuando cruzan la frontera –a menudo de manera clandestina–, se proveen de  figuras religiosas cristianas y paganas. Se nota entonces la exportación del culto de la Santa Muerte, de figuras religiosas católicas (la Virgen de Guadalupe o San Judas) como no-católicas (Juan Soldado, Jesús Malverde). Así mismo, los movimientos mexicanistas y neoindianistas, cuyos simpatizantes –en su mayoría mestizos– se multiplicaron estos últimos quince años de los dos lados de la frontera, inventaron creencias  supuestas prehispánicas. En ellas incorporan variantes de las religiones New Age originarias de Baja California, del budismo o de la yoga, o también elementos culturales huicholes o lakotas. Al mismo tiempo, se observa un retorno de estos préstamos hacia los que les habían inicialmente inspirados. Los indígenas vuelven a apropiarse de elementos simbólicos neo-indianistas, conduciendo así a reforzar su sistema simbólico. Pero las lógicas de tales apropiaciones difieren, según se trate de poblaciones indígenas o de grupos mestizos neo-indianistas. Por una parte, a las identidades religiosas de los grupos indígenas de la frontera norte corresponden “creencias de arraigo que pueden cambiar en forma pero mantienen un sustrato resistente al cambio”. Así, como los autores precedentes, Miguel Olmos Aguilera subraya que la presencia creciente de las iglesias evangelistas no ha implicado la renuncia a las antiguas referencias religiosas. De la misma forma, ciertos emigrantes cuya cultura religiosa está anclada en la memoria colectiva, se inscriben en esta lógica. Por otra parte, en el ámbito mestizo, el empleo de referencias religiosas relacionadas con el neo-indianismo, bajo la imagen de las sociedades que producimos, se revela como algo efímero y pasajero.
Probablemente esta sea la razón por la cual aún es necesario inventarse raíces. Renée de la Torre ahora nos lleva a la ciudad de México, donde cuestiona las estrategias de re-territorialización de los movimientos neo-indianistas de los concheros-aztecas en un contexto de globalización. La autora compara la versión mexicanista de estos movimientos que excluyen cualquiera forma de sincretismo y la versión neomexicanista que integra múltiples préstamos, en particular de la corriente New Age. Muestra que la historia de estos movimientos se vincula con la construcción de la cultura nacional, en la cual “lo indígena fue condensado en el imaginario del imperio azteca, representado como una visión heroica del pasado, que no rinde homenaje a las etnias indígena vivas, pero que refuerza la mitificación de un pasado glorioso”. En el siglo xix, en el momento de la construcción del Estado independiente mexicano, o algunos años más tarde durante la revolución, con la afirmación de la nación mexicana, se renueva la estética azteca en la pintura, la danza y el teatro e inclusive en el cine. Aunque originaria del mismo proceso de aztequización, la tradición de las danzas concheras toma dos orientaciones distintas: una esencialista y otra híbrida. Por una parte, los grupos de la mexicanidad radical, formados a partir de los años 1950, se basan en un fuerte sentimiento nacionalista gracias a la invención de jerarquías y genealogías supuestamente aztecas. Estos movimientos, animados por un mesianismo profético, están conformados chicanos (migrantes mexicanos de Estados Unidos) principalmente que, de esta manera, reconstruyen sus raíces. Por otro lado, las corrientes de la neo-mexicanidad que emergieron a partir de los años 1970, constituyen un lugar de encuentro para los jóvenes mexicanos de clase media que se identifican con las tendencias ecológicas, el movimientohippie y la espiritualidad alternativa. Al contrario de los integrantes de la mexicanidad radical, ellos multiplican las raíces y, a través de la creación de contactos con otras culturas “hacen de la mexicanidad una especie de polinización”.
El retorno radical hacia el pasado de este tipo de movimientos permite la invención de un origen pero desde perspectivas contemporáneas. En estas invenciones, el indio idealizado no es solamente un indio “arqueológico”. En el corazón de las búsquedas de espiritualidad de vastos sectores de la población urbana, el indio contemporáneo es también convocado como la prueba viviente de una “auténtica” alteridad. Así nos lo muestra Jean-Paul Sarrazin al conducirnos a Bogotá, ciudad con la que terminamos el recorrido iniciado en este número temático. Colombia no ha escapado a la ola de cambios constitucionales a favor del multiculturalismo ni a los procesos de “re-etnización”  que ha atravesado América Latina en estos últimos años.
El autor nos muestra cómo en un contexto en que el Estado valora la dimensión multicultural y pluriétnica, las elites colombianas, comprometidas en la búsqueda de una espiritualidad individual, han inventado un indio ideal acorde con la ideología New Age. Las poblaciones indígenas emplean estos reconocimientos de manera simultánea, para adquirir derechos políticos, especialmente en los conflictos relativos al territorio y la tierra. De este modo, el autor analiza el diálogo asimétrico entre las élites y los indígenas. Las primeras incorporan al “indio étnico” en un discurso New Ageuniversalizante, al mismo tiempo que lo sitúan en el espacio nacional. Pero el “indio”, “lo étnico” se comprenden ante todo como términos genéricos que despejan no solamente referencias a los diferentes grupos indígenas, sino también a las desigualdades políticas y en particular al despojo de sus tierras. Para los indígenas, al contrario, la temática de la espiritualidad, tan en voga en el medio de las élites, se emplea como una herramienta política. Los rituales de agradecimiento a la Madre Tierra se escenifican para contribuir a la lucha por la recuperación de tierras. A esto se agrega la utilización de esta dimensión espiritual atractiva como un argumento comercial por la venta de artesanía. Pero, paradójicamente, en el “supermercado New Age” el “indio étnico” y las tradiciones indígenas son consideradas como los garantes más auténticos de la espiritualidad perdida del mundo occidental moderno. Finalmente, estos discursos refuerzan las relaciones de dominación: el autor concluye que, más que la valorización de las culturas, la creación de este modelo de “indio” puro prolonga las reacciones de poder entre los que califican y los que son calificados, al mismo tiempo que niega la realidad de miles de individuos que viven en las comunidades.
Llegamos al final de nuestro recorrido. Ciertamente, este conjunto de artículos no da cuenta de manera exhaustiva de la diversidad de formas de lo religioso encontradas en América Latina. Pero nos permite ante todo confrontar dos modalidades del cambio religioso, no solamente en los territorios indígenas sino también en sus márgenes, especialmente en los sectores urbanos. Nuestra pregunta inicial sobre el cambio de lo religioso en territorio indígena, la politización de las identidades religiosas y las dinámicas de intercambio entre las sociedades indígenas y los mundos englobantes debe construirse en función de un nuevo eje. Tal como lo habíamos planteado, pudimos reunir una serie de artículos en los que lo religioso no tiene la misma aceptación. Efectivamente, los flujos migratorios, la fragmentación de los espacios sociales, el aumento de las diferencias de riqueza producto de la economía capitalista, son fenómenos que van de la mano con una pluralización de lo religioso, lo que conduce a confundir las fronteras de lo que se entiende clásicamente como “religioso”. Ya en 1968, Roger Bastide señalaba que “lo religioso no siempre se encuentra en lo que se conoce por religión,” puesto que “más que desaparecer, se desplaza”.4Es el caso de las tendencias neoindígenas que retoman sus símbolos tanto de los indios “étnicos” contemporáneos que del glorioso pasado de un indio arqueológico y de interpretaciones New Age transnacionales. Estas tendencias se encuentran en diferentes niveles de la sociedad, tanto en el sector de las élites como en formaciones de carácter devocional como los concheros de México o las escenificaciones políticas de los poderes existentes.5 Al mismo tiempo, esta “etnización”6 de lo religioso encuentra eco en los actores políticos indígenas. Estos se reapropian de las tendencias neoindígenas con el objetivo de aumentar su visibilidad étnica y la reivindicación de sus derechos, o, al contrario, las rechazan y se inventan otra pertenencia religiosa. Detrás de la escena política, el espacio religioso de las comunidades indígenas no es hermético a la reutilización de préstamos neoindígenas. De este modo, al lado de poblaciones blancas y mestizas, los indígenas, proveedores de símbolos, son también consumidores del vasto mercado de las creencias y las significaciones. Pero el análisis de las mutaciones de lo religioso en territorio indígena no puede dejar de lado el análisis de las relaciones asimétricas, siempre actuales, entre las minorías y los aparatos del Estado, y de las tensiones internas de las comunidades afectadas por las crecientes desigualdades económicas.
Es necesario también recordar hasta qué punto los fenómenos de préstamos culturales no son un fenómeno típico del tercer milenio. Las zonas urbanas de América Latina aparecen hoy en día como terrenos fértiles de invención social y religiosa, pero los indígenas se muestran desde hace varios siglos como hábiles bricoleurs.7 ¿Invención o bricolage? Finalmente, más que la circulación de símbolos y los fenómenos de mestizaje, son las lógicas que los animan hoy en día y las que aparecen como nuevos fenómenos en mundos en que la inscripción a un territorio se hace cada vez más difícil.


No hay comentarios:

Publicar un comentario